Me mantengo despierto. Quiero dormir pero es difícil, doy vueltas, mi mente da vueltas, esa extraña noción de «el futuro» ronda alrededor de mi cabeza. Escribo mientras espero, mis ojos se cierran o se abren, dependiendo, las ideas van y vienen, el tiempo sigue avanzando sin ninguna misericordia. Ha pasado una semana y el maldito párrafo sigue ahí invariable.
«EM, así es». Me meto a la cama con esa frase pegada a mi mente.
Estará ahí unos días, supongo, hasta que pase a ser otra de las cosas cotidianas o me distraiga con otra cosa pegajosa. «Así es», «así son las cosas». Yo también he pronunciado esas frases sobre los temas que manejo o domino mejor, sobre lo que conozco o algunos principios de la vida o de la naturaleza humana que defiendo incluso a costa mía, bajo mi propio riesgo. Es interesante que la misma persona que me dice «así es» me hable de la normalización de las conductas negativas de las personas que «así son». Supongo que «así es» es otro de tantos conceptos y filosofías relativas que varían en torno a la conveniencia del momento y de las personas. El mundo es cruel, así es. Las personas ven la venganza como justicia, es la verdad. Las personas felices son las que piensan menos, dicho popular que casi siempre es verdad. La reafirmación repetitiva es un bonito frasco de vidrio en el borde de la mesa, eso me lo repito constantemente esperando poder creerlo. Para nosotros el «así es», más que una verdad, es un consuelo, un freno, una pared en la que nos detenemos para dejar las cosas como están, porque es nuy difícil o muy complicado cambiarlas o entender que han cambiado. ¿Qué hago si el mundo es como es y no puedo hacer nada para que sea distinto? ¿Cuánto lo puedo cambiar, seriamente, sin hacer una paja mental en mi cerebro?
Desde niño tuve mi fantasía de cambiar el mundo. No sabía bien qué era exactamente lo que tenía que cambiar, era una intuición, un presentimiento más que un plan, más una infantil muestra de vanidad que un análisis adulto a las doce de la noche. Creo que de niños todos íbamos a cambiar el mundo, siendo el mejor doctor, el mejor bombero, siendo un presidente que no se corrompiera, haciendo casas para los pobres, viajando al espacio infinito para entregar a la Humanidad el conocimiento del Universo… Todas ideas bastante filantrópicas, dada nuestra conexión con el mundo mientras somos niños que sueñan de verdad. Yo lo iba a cambiar todo, con solo palabras y un lapicero. ¡Un premio Nobel! La mejor novela de todos los tiempos la iba a escribir yo, una obra que realmente impacte en el corazón de las personas y deje una huella como a mí me dejó leer El Túnel, el Castillo o El Idiota. Ese era mi sueño de niño y adolescente, y aún ahora persiste en lo más profundo de mi arrogancia. «Quizá algún día», pienso, y paso por alto el hecho, el crudo hecho, de que algunos días solo puedo escribir, con todo mi esfuerzo, un simple párrafo torpe de esa «gran novela». Si tengo suerte y estoy inspirado y no me distraigo con otras cosas a veces ese párrafo es mi gran obra. Otros días no escribo nada, paso del día a la noche sin entender cómo es que el tiempo se evapora dentro de mi habitación. Algunas veces quizá escribo algo más, cuando estoy más triste o más borracho o más demente o más alguna cosa, pero por lo general es un párrafo, o menos.
Un párrafo… Si tuviera amigos y labia y determinación y más cinismo podría explotar ese maldito párrafo torpe hasta límites increíbles, hacer un «en vivo» de cómo alcanzo la maravillosa inspiración para escribir el maldito párrafo que es la «cumbre literaria de nuestros tiempos», luego tomarme una foto a mí mismo con mi parrafito para que todos vean que lo escribí yo, luego poner alguna frase que me haga parecer inteligente y/o profundo, nada complicado, una de Google de motivación personal en un fondo de tono sepia o gris. Podría llenar la vida de clichés literarios hasta que algo pegue por ahí, y comenzar con la segunda fase de la promoción y autopromoción. Cielo celeste y brillante, por un párrafo torpe. Oh, pobre autocompasión…
Me mantengo despierto. Quiero dormir pero es difícil, doy vueltas, mi mente da vueltas, esa extraña noción de «el futuro» ronda alrededor de mi cabeza. Escribo mientras espero, mis ojos se cierran o se abren, dependiendo, las ideas van y vienen, el tiempo sigue avanzando sin ninguna misericordia. Ha pasado una semana y el maldito párrafo sigue ahí invariable.
La historia del hombre que es aplastastado por sus propias ideas. ¡Qué cliché! ¡Y qué mala suerte no poder dormir por culpa de eso! ¡Y qué mala suerte dormir tanto y hasta tan tarde al día siguiente!
Miércoles, una con diecinueve, el frío me destroza y me mete a la cama justo (justo) cuando comenzaba a moverme en la historia de Marcos y Silvana. Casi se termina junio. Diré «oh por Dios. Ha pasado medio año. El tiempo es agua. Un capítulo es una gotita. Una idea puede ser la jarra entera caída al piso». Pero no importa, mañana sigue siendo un día nuevo con cosas para hacer y dilemas para atragantarse. Me espera indiferencia y resentimiento, retrasos y deseos. Quizá un momento de paz en medio de esta vorágine. Es lo que hay en esta mitad de año. Así es.