Mientras M llega

45 minutos, 40. A veces no sé qué hacer con tanto tiempo, a veces pasa tan de prisa que me asusta. Da tanto miedo a veces que yo, pobre niño que aún juega en la fantasía de su cabeza, me escondo debajo de mis frazadas y edredones.

Salí temprano, otra vez. Y debo esperar unos 45 minutos para un conversatorio. Conversatorio es una palabra elegante, el afiche publicado decía «charla», pero por alguna razón no me termina de convencer.

45 minutos, 40. A veces no sé qué hacer con tanto tiempo, a veces pasa tan de prisa que me asusta. Da tanto miedo a veces que yo, pobre niño que aún juega en la fantasía de su cabeza, me escondo debajo de mis frazadas y edredones. Es algo literal, los últimos meses termino cayendo como un pedazo de carne, rendido sin razón alguna, sobre mi cama. Si tengo suerte me cubro con la manta aleatoria que no encaja del todo en ningún lugar, se parece a mí. Si la suerte es otra, pues, en un trocito de cama, al borde, a medio vestir, a medio dormir, a medio soñar. Así paso de una cosa a otra, no tengo consistencia. Anoche soñé con dos camas que eran la misma cama, la mía, y luego, horas más tarde, estoy esperando a M para la charla mientras escucho salsa o algo parecido en el Café de la esquina de la plaza. Salsa con jazz, jazz con otra música cuyo ritmo no puedo definir, ese ritmo extraño con un jugo de frutilla, la frutilla con una conversación espontánea de WhatsApp con una amiga imposible.

Y así sigue, el celular se mueve alrededor de mi espacio en la mesa y nuevamente observar, la pareja del frente, la chica solitaria al teléfono a mi izquierda, en el otro lado del café, la pierna nerviosa del sujeto que de seguro intenta conquistar a la primera, no lo sé, son más jóvenes que yo, esas dinámicas ya se me hacen extrañas. El «romantizar», el miedo a la marcha brutal del tiempo y de la vida. Quizá, quizá, quizá… En un español hermoso de una chica bellísima que canta en el Spotify del café. Y M q no viene.

Ella está en el trufi, se retrasó, obviamente. Casi siempre se retrasa cuando se trata de ir a algún evento con una hora fija, rayos, a veces hasta se retrasa al abrirme la puerta de su casa, parte de ella, como los gatitos, las flores y las burbujas. No le gusta que la mencione cuando escribo cosas «malas», desde mi rabia, desde mi pasión por llevar debates imposibles hasta el límite infinito. No le gusta mi abrumadora forma de decir la verdad, y eso es comprensible, pero toda una vida he estado en mi propia guerra personal contra mí mismo, es normal ese sentimiento de pánico cuando descubre un país con desgarradores matices, cuando solo había conocido campos de trigo hasta donde alcanza la vista.

Debo irme. Ya se acabaron los 45 minutos. M llegó y es hora de la charla, del teatro, de tomarla de la mano silenciosamente y que sea una mano cálida.

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1:47

Ya me da sueño, sueño, duermo unos minutos, luego despierto y la música sigue acompañando. No sé lo que quiero, entro a su perfil y retrocedo, a la conversación y retrocedo. Entro a otros perfiles, para asegurarme de alguna cosa que aún no confieso.

El mosquito vuela, gira y zumba desquiciante sobre mi cabeza. Está oscuro, no puedo verlo y menos atraparlo. Espero, enciendo la pantalla para que la luz blanca lo tiente. ¡Estúpidos mosquitos! ¿A cuántos no dejé como bolitas de basura con esa técnica? El mosquito algo intuye, ya no se acerca tanto. Tiene un poco del instinto de las moscas que desaparecen en el momento en que ven el matamoscas levantado. Tienen tantas generaciones en su haber que ya debieron aprender algo de nosotros, saben que queremos hacerlas desaparecer para dormir tranquilos.

El mosquito parece una estúpida metáfora. No me puedo dormir. Me muevo de izquierda a derecha y de vuelta. No sé bien si es porque no quiero dormir, porque siento mi estómago y mis pulmones una talla más pequeña, o porque Mónica decidió que una relación es demasiado complicada para su paz vital. Las tres opciones juntas parecen una buena idea, conjunción, amalgama mejor dicho, una asombrosa unión de aguijones a mi descanso. El mosquito que sea la excusa elegante. Con su vuelo desquiciante a una altura donde no llega mi mano, con ese juego maldito de provocarme sin que pueda responder, sin que tenga la fuerza o la voluntad. No esta noche, ni para matar el mosquito. Solo deseo echarme y dejar pasar todo, no sé bien si mis palabras son exactas, si al hablar de «deseo» hago representación alguna de una decisión propia. En realidad es mi cuerpo el que se acuesta en mi cama, yo no tengo nada que ver, soy un espectador, un oyente que no quiere estar en ningún lado.

Respiración profunda, guarda el aire por 20 segundos, sin que tu pecho estalle. 25 segundos, 30 segundos. Bota el aire como si salieras de una pocilga. Vuelve a inhalar, que se infle tu estómago o tus pulmones, contenlo de nuevo. Aire, aire e imágenes que van apareciendo. La pared se alumbra con la pantalla. ¿Mosquito, dónde estás? Acompáñame un poco.

Oh sí, ya me da sueño. ¡Qué oportuna forma de contrarrestar las cosas! Sueño para no escribir, o para no pensar, o para no pensar conscientemente. Vista borrosa, segundos de volarse fuera de este recipiente y minutos más que pasan. Minutos y minutos y minutos, todo acompañado de un único clip en bucle. Ven, mosquito. Sigue hablando, manteneme despierto un poco más. Las cosas en las que pienso, no las quiero aquí, esta noche que se vayan al diablo. Pido una tregua, la guerra con mi mente tiene que parar un poco. Prefiero la música, se ha repetido unas treinta veces esta noche, es un clip pequeño que aleja la distracción o el ruido que provoca el silencio. Ya me da sueño, sueño, duermo unos minutos, luego despierto y la música sigue acompañando. No sé lo que quiero, entro a su perfil y retrocedo, a la conversación y retrocedo. Entro a otros perfiles, para asegurarme de alguna cosa que aún no confieso.

Mis codos me duelen. La cama está caliente y está fría. La luz me ciega y la oscuridad me deja ver las siluetas que van apareciendo. Alumbro al techo buscando rastros de ese mosquito, parece que ya no existe. Ahora existen los perros ladrando afuera. Existe su color rosado. Existe un reclamo que no es reclamo, unas palabras guardadas y erráticas para cuando se sienta culpable. Existe la alarma que suena sin una razón convincente. Existe una invitación ajena que hago, muy lejos del color rosado, una invitación que no es respondida.

Delicada línea entre dormir y estar despierto. Si apago la música, gran parte de este momento quedará vacío. Deberé dormir para compensarlo. En algún lugar todo está en paz, quizá en el pasado o en el futuro. Cuando apague la música quizá duerma tranquilo, una tregua por una noche…

1:47, es otro día.


Como si caminara por pasillos oscuros interminables…