Resignación

Mi tío ha muerto, y todo es más gris ahora.

Estaba en el hospital, lo habían regresado a terapia intermedia, estaba mal. Las voces en la casa se sacudían entre miedo, tristeza, silencio y esperanza. Quizá algunos ya presentían lo que iba a pasar, todo era más pausado, más silencioso, todos caminaban sin bromas ni gritos, sentían la presencia de la enfermedad, de la muerte que está rondando. Los días negros en la vida de las personas son notorios, llenos de presagios, llenos de visiones, de recuerdos extraviados que aparecen sin ninguna explicación. No lo sé, quizá mi abuelita soñó con mi tío durante la noche, tal vez mi prima se acordó de alguna foto, de un año borroso, en donde mi tío estaba joven y sano, tal vez mi mamá se detuvo un par de segundos en la mañana y rezó sin darse cuenta, o recordó a mi tío cuando era niño. Hay cosas que pasan así y se convierten en anécdotas imperecederas. Aún recuerdo la historia que hubo detrás de la primera persona conocida que murió cuando yo era niño: un sueño con gente alta convertida en sombras, sombras como calcinadas que se movían en una pared, haciendo una romería lenta. Eso contaron todos, todos decían que la señora había tenido ese sueño la noche antes de despedirse de este mundo.

Pienso, ¿qué habrá soñado mi tío la última noche? Quizá tuvo un sueño similar, o quizá viajó a los lugares que le gustaba ir. Tal vez tuvo un sueño en donde era niño, y jugaba con soldados o cochecitos, tal vez tuvo su última pelea de karate y ganó el torneo, o tal vez vivió toda su vida una vez más mientras dormía. Quizá despertó sabiendo que era el día, que su sufrimiento iba a terminar un miércoles tranquilo y soleado, que no iba a poder despedirse de todos, que no iba a poder estar a lado de su madre cuando el momento llegara.

Estaba muy débil, su cuerpo ya al borde del agotamiento, su mente estaba fallando por las complicaciones, su pierna tenía otro problema más y estaba hinchada. Él estaba flaco, se notaba sus huesos en sus manos, en sus brazos, se veía muy distinto a como yo lo recordaba, fuerte, lleno de vida, resistente. Los médicos ya no querían moverlo de donde estaba porque era muy riesgoso, ni para hacer pruebas, seguro también conocían el desenlace próximo. En casa todos estaban sobreaviso. Era un resultado muy posible. A pesar de todo el optimismo y los buenos deseos y oraciones que uno hace, piensa y dice, en el fondo también espera el peor de los resultados. Sabe que puede pasar lo peor, que el tío/hermano/hijo/cuñado con cáncer diagnosticado a destiempo puede morir en cualquier momento, a pesar de las palabras de aliento, a pesar de las oraciones o de todas las medicinas. Mis tías y mi madre lo sabían, lo presentían. En la tarde conversaron sobre el delicado estado de salud de mi tío, y lo sabían, intuían que el final podía estar muy cerca, a fin de cuentas no era nada bueno que hayan tenido que volver a llevarlo al hospital hace un día, después de tenerlo en casa unas semanas, cuidándolo.

Ya de noche llegó la noticia, agarró a todos con la guardia baja, estábamos en pijama, algo distraídos con las noticias. Un giro de eventos, tan solo horas antes habíamos «festejado» una pequeña victoria contra la Pandemia con mi recuperación y la de mi mamá. Ella recibió la noticia. Hubo lágrimas, desesperación, tristeza, un poco o mucho en cada miembro de la familia. Hubo un momento en el que todos nos vimos frente a frente con esa parte tan trascendental de la vida que comprendemos pero no comprendemos. Nos miramos, algunos nos abrazamos o nos dijimos alguna palabra, ¡algo! para resistir aquella primera caída. Y poco a poco todos fueron calmándose.

Resignación, resignación es lo que queda, porque no se puede hacer nada, y tanto mi abuela como mis tías, o mi mamá, o el resto de mi familia deberán aceptarlo hoy, mañana o después. Un momento se distrajeron con los trámites, con esa indiferente burocracia que viene después de cada tragedia. Buscar papeles, revisar detalles, hacer listas de actividades y organizar todo lo preliminar. Un poco de calma, de «ahora está en un lugar mejor, ya no va a sufrir». Después, recordar dentro de cada uno los detalles, un recuerdito, una frase, una imagen: «Juan era karateca, tercer Dan, era maestro», «era bondadoso, era santo, sus estudiantes lo querían mucho», «ayudaba a todos, siempre estaba dispuesto a ayudar sin pedir nada a cambio», «no tenía maldad, no le hacía daño a nadie, siempre estaba con una sonrisa», «traía dulces, siempre estaba con regalos, o cargando sus colchonetas…»

Hasta que trajeron el cuerpo, y todas las lágrimas acumuladas se desataron como lluvia y tormenta. Mi abuela repetía «mi hijo, mi hijo, me ha dejado mi hijo» y paraba de llorar. Sabía que eso iba a pasar, lo esperaba, lo había sentido todo el día, y ahora lo decía a todos, «yo sabía, era que se quede aquí nomás, que ya no lo lleven al hospital». Quizá sí, si la muerte iba a llegar ese día, quizá hubiera sido mejor que él estuviera en su casa. Imagino la escena de novelas, mi abuela consolando a su hijo para que haga la transición, acariciando su cabecita, llorando a su lado, diciéndole que lo ama con todas sus fuerzas. Y él diciéndole, con las pocas fuerzas que le quedaban, que no se preocupe, que no esté triste, que se cuide, que iba a ir a reunirse con el papá.

De cierta forma ya se había despedido, mi tío más que nadie sabía lo que sentía. Hizo todos los arreglos que pudo hacer, hasta otorgó un nuevo cinturón a uno de sus estudiantes estando en cama y sin fuerzas. Ya había agradecido a sus hermanas por el cuidado, quizá tuvo una conversación final con mi abuela, escondida en alguna mirada en que se encontraron, en el roce de sus manos en alguno de esos días, en el silencio y la cercanía, tal vez se quedaron un momento a solas y hablaron sin interrupciones ni medicaciones ni ruido del tratamiento, no lo sé.

No tengo muchos recuerdos de él. Una vez nos llevó a una excursión al cerro, cuando yo aún era niño. Le gustaba explorar, la aventura al aire libre. Le gustaba armar modelos de helicópteros y aviones, hacía arbolitos con alambre, tenía soldaditos de plomo. Le gustaba Star Wars, documentales de guerra, el karate Kyokushin (obviamente), y las películas de artes marciales. Son los recuerdos que tengo, intento recordar más cosas mientras observó el último modelo de avión que me regaló cuando ya se hizo mayor. Mi papá cuenta una historia sobre él, dice que mi tío lo golpeó cuando era niño, por los celos que sentía que de que se acercara a mi mamá cuando eran adolescentes. «Era de este tamaño, tenía unos ocho, nueve años», recuerda y hace recordar a mi mamá. Ella cuenta otra historia, mi tío de niño, desapareciendo todo un día porque se había ido a trabajar para poder comprar un pollo, para el día de la madre. Y cuenta la historia con ese detalle que le da haberla contado muchas veces, hasta emocionada, como si eso hubiera pasado ayer. Supongo que lo que queda son los recuerdos. Todos en esta sala están recordando algo, un momento agradable, un momento pequeñito que les llega a la memoria, una historia que siempre han contado y que ahora tiene más fuerza. Todos recuerdan un abrazo que les dió mi tío alguna vez, o una frase que dijo, o un regalo en forma de ayuda.

Mi tío ya no está, y deja un recuerdo inmortal en muchas personas…

Juan Reynaldo Villa Fora Q.E.P.D.
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