Pasa cerca de ellos intentando ser imperceptible. Es una falacia, si quisiera eso no habría pasado cerca de ellos, intenta, de algún modo, ser visto. Que los diez presentes lo noten y suspendan unos segundos la metralla de palabras.
Hace viento, un viento que se extrañaba hace años. Así lo siente en varios pasos intermitentes. Cambia los sonidos, de un paso al otro, como ingresando de un mundo a otro, de un universo a otro, como los viajes de algún viajero que atraviesa las dimensiones.
Sonidos de raperos. La plaza en su auge, la libertad reconocida y asimilada por los pobres hombres del pueblo. Un pedazo de baldosa y la vista indiferentes de algún guardia. El extraño camina y escucha. Los sonidos de la plaza se entremezclan, por un lado la mujer que canta, menos desafinado que otros días. Tal vez es otra mujer, tal vez la que cantaba desafinado estaba en otra plaza. El sonido sin embargo queda aplastado por otros dos, las aves chillonas y la calle de siete que ya son ocho, que ya son nueve.
Pasa cerca de ellos intentando ser imperceptible. Es una falacia, si quisiera eso no habría pasado cerca de ellos, intenta, de algún modo, ser visto. Que los diez presentes lo noten y suspendan unos segundos la metralla de palabras.
El sujeto es de otro mundo, no puede mencionar aquellas palabras, ni recordarlas, ni darles una lógica que sea comprensible para su propia cabeza. Escoge el asiento más cercano y observa de reojo.
No puede simplemente acercarse, un admirador altanero frente a campeones de doce palabras. Uno frente a once, a doce.
«Eso que tiene que ver», escucha por ahí, en una rima inconexa que rompe en risas. Palabras fuertes y vacías, propias de los callejeros que no van a dejar esta plaza nunca.
Ya son trece, ya son veinte, estudiantes, niños, damas y otras presencias. El calle vestido de rojo habla de la mujer ajena, del placer, de la madre y del acto. El otro, de azul inocente, responde en términos similares. Quien sabe lo que dicen? Solo los veinticinco que hacen una ronda alrededor de la calle.
Una batalla, son dos nuevos, distintos de los anteriores, ágiles, mucho más. El ritmo cambia ligeramente. Pasos más atrás los pasantes se divierten. Entre ellos, teléfonos, pantallas caricias camufladas.
Uno golpea al otro, el nuevo calle con experiencia de vocabulario. El extraño espera y escucha. Ruidos y gritos, risas y destellos en forma de oraciones. La calle se confunde con las banderas que flamean, con el hombre de más allá, que intenta seguir el ritmo de la letra. El parlante es más grande o la voz es más gruesa. Pronto, cuando ya comienza a anochecer, el hombre sentado y balbuceando canciones se impone en la plaza. El extraño y los andantes mezclan en los oídos todos esos sonidos. Qué tanto importa el sonido de ese lugar? Quizá se repite noche a noche, quizá cada ser que pasa por aquí escucha y no escucha. Quizá ríe y se divierte, y el mensaje queda en el aire, como ruido.
Las luces han variado. Es ya noche y los sonidos están confusos. Semáforos y niños con rosas. Cigarros declaraciones de romance.
Se distrae un momento, con el cigarro y el sonido lejano. Palabras mayores de romance, mentira, toxicidad y el puto amor eterno. El extraño recuerda ciertos momentos del pasado. Es el viento el que ayuda. Hace mil años que no se sentaba en la plaza a la caída del sol. La frescura alivia un poco su mente, el cigarro le provoca ideas distintas, de otras noches, de juegos y de sufrimiento. No queda mucho tiempo. El extraño está solo de paso, gastando las preciosas horas vacías que tiene. Se le acabó el tiempo por esta noche. Abandona la plaza callejera y piensa en el ruido y el cigarro.
Son treinta quienes componen la calle cuando los ojos se alejan en silencio.