No era un sábado por la noche o un domingo a las dos de la madrugada. No estaba completamente ebrio y abandonado de la caricia sincera de una mujer sincera. No tenía tristezas en el alma que nunca terminan de sanar bien. Nada de eso. Era miércoles sencillo, o de dos por uno en algunos lugares de comida. Miércoles al caer la tarde. El hormiguero en su apogeo. Hacía un poco de viento, si hubiera estado solamente caminando lo hubiera disfrutado.
Pasé por el mercado general, la Cancha, para los amigos de esta ciudad. La calle que tiene flores, una de esas, la de las flores de plástico y arreglos diversos. Fui a buscar una lija y un DVD, y porque tenía tiempo. La dama de las flores rosadas, la muchacha de las burbujas, Moni, estaba tarde para reunirse conmigo. Teníamos que ir a comer, o a pasear, o a darnos regalos y chocolates, o algo así. Era 21 de septiembre.
Sin pretenderlo realmente, pasé por la hilera de vendedoras del día del amor que había delante de las vendedoras de flores. Me sorprendió la cantidad de ventas que estaban haciendo. Casi uní los hilos, antes de llegar ahí había observado jóvenes, y señores, hombres en cada cuadra llevando consigo sus pruebas de amor. Rosas envueltas, desde la más barata hasta la que solo compra tu conocido que trabaja en marketing, globos, todos los globos que se podía imaginar, con toda la brillantina y adornitos, con forma de corazones, de flores, de ositos. Cajas de chocolate. Recordé que había pasado por las tiendas de chocolates porque también me inclino hacia el río de lo convencional, vamos, que no sabía qué tenía que comprar.
No había comprado nada, eso mágicamente se resolvería cuando Moni apareciese. Pero me tenía alterado el hecho de «tener que comprar algo». Al parecer es la forma en que es el amor en estos días. He visto la transformación a lo largo de estos años, o al menos he percibido cierto cambio. De modo cínico comento abiertamente que el despiadado mundo de las redes sociales ha alterado para siempre a esta pobre generación que compite por el dulce más grande o la rosa más roja. Había cientos de personas comprando, de todo, tarjetas, arreglos, chocolates, peluches y lo que sea que tuviera un «te amo» impreso en la cara.
Al notar ese pasillo repleto de cosas rojas y rosadas, no pude evitar quedarme estupefacto, los recuerdos del día se completaron en mi cabeza, todo el día había visto parejas en la ciudad, chicas cargando sus globos como quien carga su quinta o sexta medalla de honor de plástico, rosas en brazos, o con sus propias bolsas de papel adornado de venta por separado. Quizá estoy consumido por el cinismo, quizá no tengo dinero para pagar estúpidas bolsas de papel decorado con un corazón brillante y por eso digo que son estúpidas. Quizá solo desprecio ese mundo y esa forma de vivir la vida solo porque no lo puedo pagar. Quiero creer que no es eso, quiero creer que soy el loco que en realidad es el que lo ve claro.
Pensaba terminar este texto ese mismo día. Esperaba a M, y ella llegó antes de que pudiera terminar de escribir todo lo que circulaba por mi cabeza. Ahora han pasado varios días, ya ni siquiera me parece importante decir la verdad sobre ese tema. Tal vez cuando llegue nuevamente una fecha similar, y vuelva a ver esos pasillos donde se compra y se vende el amor, o al menos esa forma efímera del amor de esta era de selfies y miramientos de redes sociales, quizá ahí pueda continuar con algunas otras ideas.